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Manuel Hernández Villeta

Jasper Johns: nadie discute su primogenitura en la pintura estadounidense del XX. Ahora, y hasta el 5 de mayo, el Metropolitan de Nueva York ofrece Gris, impagable retrospectiva a cerca de sus exploraciones monocromáticas

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Entre fogonazos anémicos, colores en declive, sombras chinescas, itinerarios cambiantes y música susurrada, un rostro asoma al lienzo, la bandera estadounidense, sobre plata quemada, ondea reducida al chasis y los números ordinales florecen, abiertos en canal. Jasper Johns sobreimpresiona cara y manos ente nubes tóxicas, acariciadas por el vaivén de su muñeca.   Ya explicó Robert Rosenblum, uno de los grandes de la crítica del último medio siglo, campeón, entre otros, de Willem de Kooning, Mark Rothko, Roy Lichtenstein, Andy Warhol o Frank Stella, como el pintor, incluso cuando usa su cuerpo, es elusivo, fantasma del hombre embebido en soledades. Navega hacia fronteras imposibles, más allá del autorretratismo al uso, mezcla de aplastante sinceridad y juego de espejos en los que el misterio toma el mando. 

Más que revelados ensayados antes por Miró y Pollock, Rosenblum veía ecos religiosos en aquellas manos sobreimpresionadas y, al mismo tiempo, ceremonias del yo, retratismo sin fantasía, moderno, crudo, que contempla el perfil propio con virulencia de rayos X. 

A Johns, en fin, nadie le discute su primogenitura en la pintura estadounidense del XX. Ahora, y hasta el 5 de mayo, el Metropolitan de Nueva York ofrece Gris, impagable retrospectiva a cerca de sus exploraciones monocromáticas. Nada nuevo. Desde 1955 Johns ha combinado explosiones de color, quizá su obra más reconocible, con acetatos fríos, olvidada la aparente amabilidad de su faceta pop para jugársela en un cara a cara con la pintura tan intelectual como emocionante, oscuro y denso, incluso tal vez difícil, pero jamás petulante: nada más lejos a Johns que la frivolidad exquisita de tanto alquimista autoconvecido de su genialidad. Nadie lo imagina confraternizando en los saraos oficiales o rodeado por los aduladores de las revistas importantes. 

En Gris hay muestras de todos sus periodos. Encontramos hogueras de plata, fogonazos abreviados por la pincelada cortante, poemas líquidos que hablan del esfuerzo siempre presente en la tradición americana por lograr un sello intransferible, junglas de niebla, viajes al corazón de un hondón lúgubre y corrosión pura. 

Sus banderas, a veces con las 48 estrellas previas a la inclusión de Hawai y Alaska, allá por los cincuenta, superponen capas de historia. Dicen los organizadores que Johns bebe en la tradición de Picasso y George Braque, que tiene similitudes con un fotógrafo enamorado del blanco y negro, ecos del collage y deudas, cómo no, con el expresionismo abstracto que hizo de Nueva York, por vez primera, la capital del arte mundial. 

Como escribir sobre pintura contemporánea resulta, a veces, un ejercicio retórico, estúpido y arrogante, lo mejor será abandonar falsas pretensiones y pasear con los sentidos alerta, limpios de juicios preconcebidos, atrapados por la verdad de unos óleos repletos de sabiduría -hay trucos propios de los pintores antiguos- y despojados de "todas las cualidades emocionales y dramáticas del color" -Jasper Johns dixit- con vólumenes que rompen la inevitable tiranía de las dos dimensiones y suman, en conjunto, una exposición fundamental para los buscadores de belleza.

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